Tan pequeña, tan grande
La llaman pequeña y realmente no entiendo por qué. Sus senos firmes y ancas de negra más que de mulata lo niegan. Es un ser imaginativo y perezoso, gusta de dormir hasta las once de la mañana, no le agrada lavar ropa grande, planchar ni se cuenta y aúlla en las noches cuando el amor la invade.
Dice que tiene una hija, la rubia le llama, aunque primero la nombró Jonathan y fue discutido en familia, pues ese no es nombre de mujer, la pobre se traumatizaría al crecer. Yo me divierto con el hecho de convertirme en tía de una perra amarilla, color heredado del cabello de mi madre, supongo, quien recibe un baño invariable los domingos a las doce del día y aunque parezca increíble tiene un cepillo de dientes para ella solita y abre su boca y se deja limpiar hasta la lengua.
Todo el tiempo habla de sus parientes, los bueyes de su padrastro, que cuando una escucha ríe. Pequeña crece y se afeita las cejas, en su lugar marca una línea negra que no la embellece, el poderío de sus ojos oscuros se pierde en la tristeza de la máscara.
He aprendido a querer a esta muchacha de origen incierto, humilde, que acompaña a mi madre (confieso que a veces la aturde con tanta palabra), que ama a mi hermano menor a su manera, se pierde y regresa invariablemente.
No sé por qué la llaman pequeña, si ser el chiripazo de un hombre y una mujer añosos no es razón para cargar con un apodo que no le va. Trabaja en una tienda de productos alimenticios y quien sabe qué habrá en su cabeza mientras pesa el arroz, el azúcar y los frijoles del censo, sin fallar una onza, tan pequeña, tan grande.
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